Ficha de la obra

Título: Octavio y el hijo de la sombra.

Escrito: En 2003

Publicado: No.

Comentarios: Esta es la primera entrega de lo que iba a ser una nueva saga. Escribí el primer libro y lo envié a la editorial SM junto con la primera parte de Memorias de Idhún. Les gustó mucho más Idhún, de modo que ese fue el proyecto en el que me centré. Me tuvo ocupada durante los años siguientes, y cuando lo acabé tenía otras muchas historias en la cabeza. Así que este libro se quedó en un cajón porque, aunque la trama de este primer libro está cerrada, tiene un final abierto porque hay una historia general que debía desarrollarse en entregas posteriores. Otra curiosidad: con 21 años escribí una novela titulada Los hijos del sol negro, que era otra versión de la historia de Octavio, y que tampoco llegó a publicarse. Ahí sí que estaba toda la trama desarrollada, pero muy mal desarrollada, para ser sincera :D. Me gusta más el enfoque de Octavio y el hijo de la sombra, aunque no llegara a continuar la saga.

Capítulo 7: La mano de la vida

—¿Qué hora es? —preguntó Dani por enésima vez.

—Las cinco y diez. Y deja ya de preguntar, pesado.

—Oye, que fue idea tuya esperarlo aquí. ¿Estás segura de que sale de clase a las cinco?

—Hoy sí, ya te lo he dicho.

—¿Y cómo lo sabes? —intervino Octavio con curiosidad.

—Es el novio de mi hermana, lo veo a menudo en mi casa… a veces oigo lo que hablan… y esas cosas…

—Mirad, ¿no es ese? —indicó Dani.

Los tres se inclinaron hacia adelante para espiar a través de los cristales de la cafetería donde se habían sentado para vigilar la puerta de la facultad de medicina, justo en la acera de enfrente. Vieron a Borja, con su eterno abrigo negro, bajando los escalones del edificio, con una mochila colgando de su hombro derecho.

—Sí, es él —murmuró Pat.

Habían tenido que coger un par de metros para llegar hasta la zona universitaria, y allí, rodeados de veinteañeros, los tres niños llamaban mucho la atención. Pero Pat seguía empecinada en espiar a Borja para saber qué hacía cuando no quedaba con su hermana.

Ya habían pagado su consumición, así que sólo tuvieron que recoger sus cosas y salir por la puerta.

Siguieron a Borja a través de la calle, tratando de confundirse entre la gente, ocultándose tras las esquinas y manteniendo la distancia sin perder de vista a su objetivo. Pero Borja no se volvió ni una sola vez, por lo que Octavio pronto empezó a sentirse ridículo.

Al cabo de un rato, lo vieron sumergirse en las profundidades de una boca de metro. Los tres amigos titubearon y cruzaron una mirada. Dani hurgó en sus bolsillos en busca de más dinero suelto. Octavio suspiró.

—Me arrepentiré de eso —dijo, y sacó un bono recién estrenado de su cartera—. Vamos, os invito.

Los tres bajaron las escaleras en pos de Borja. Tuvieron que correr para alcanzarlo, y Dani, que iba delante, se frenó bruscamente para no acercarse demasiado. Octavio y Pat casi chocaron contra él.

Se ocultaron tras una esquina. No muy lejos de ellos, Borja, ajeno a todo, esperaba el metro.

—¿Y ahora qué hacemos? —susurró Octavio—. Si entramos en el mismo vagón que él, nos verá. Y si entramos en otro vagón, no lo veremos salir.

El tren entró en la estación y se detuvo ante ellos. Pat miró a sus compañeros, indecisa.

—Entraremos en otro vagón —dijo finalmente—, y estaremos al loro.

Así lo hicieron. Cuando el metro se puso de nuevo en marcha, los tres se las habían arreglado para encontrar asiento, y pegaban las narices al cristal para no perderse detalle de quién salía del vagón contiguo en la próxima estación.

No vieron bajar a Borja en la primera estación, ni en la segunda, ni en la tercera. En la cuarta vieron su abrigo negro por la ventanilla, y Pat tiró de ellos con urgencia. Salieron del tren en el último momento.

Octavio llamó la atención de sus amigos y les señaló el letrero que indicaba el nombre de la estación. Dani se encogió de hombros. No tenía ni idea de dónde estaban.

Pero Borja no se detuvo allí. Se internó por los túneles de la estación hasta llegar a otro andén. Desde su escondite, detrás de una enorme columna, Octavio cambió el peso de una pierna a otra, incómodo. Borja iba a hacer un transbordo. Se preguntó a dónde iría, y si su destino estaba muy lejos.

Subieron tras él al siguiente tren, pero tuvieron cuidado de no montar en el mismo vagón. Cinco paradas después, Borja bajó del metro.

Un poco intimidados, los tres chicos lo siguieron. Pat había reconocido el nombre de la estación, y les había susurrado, apresuradamente, que estaba a las afueras de la ciudad. Pareció que iba a añadir algo al respecto, pero se lo pensó mejor y no dijo nada. Ella y Dani cruzaron una mirada preocupada.

Era evidente que aquella estación era el lugar de destino de Borja, porque allí no había posibilidad de hacer otro transbordo. Para cuando salieron al exterior ya era noche cerrada, y Octavio se estremeció.

Estaban, indudablemente, en un barrio de la periferia y, a juzgar por las apariencias, en uno no muy recomendable. Los edificios eran viejos, las paredes estaban llenas de graffitis y había pocos elementos del mobiliario urbano que no estuviesen deteriorados, por una razón o por otra. Un joven desgreñado pasó junto a ellos y les dirigió una mirada hosca y burlona a la vez. Pat se arrimó un poco más a Dani, que era el más alto del grupo.

—Creo que deberíamos volver a casa —opinó Octavio cuando el joven se perdió de vista.

Pat recordó que tenía una reputación que mantener y recuperó la compostura, alejándose de Dani con indiferencia.

—Ni hablar —decretó—. ¿No queréis saber qué diablos hace Borja en un sitio como este?

—No —dijo enseguida Octavio, pero Dani le dirigió una mirada de reproche.

—Venga, Octavio, te recuerdo que ese tipo tiene poderes, igual que tú. ¿No quieres saber quién es, qué hace?

Octavio no tuvo tiempo de responder. Pat ya avanzaba a grandes zancadas calle abajo, porque Borja no había aminorado la marcha, y ella no quería perderlo de vista.

—No podemos dejarla sola —opinó Dani, y Octavio tuvo que reconocer, muy a su pesar, que tenía razón.

Se reunieron con ella un poco más abajo. Después de recorrer, muy juntos, una serie de callejones oscuros y sombríos, se ocultaron tras una esquina al ver que Borja se dirigía a un bajo ante el cual había esperando un grupo de gente. Los tres chicos examinaron a aquellas personas con curiosidad. Había varios ancianos, un par de amas de casa, una madre llevando en brazos a un bebé envuelto en mantas y un hombre de pobladas cejas y gesto adusto.

Borja se acercó sin dudar a ellos y los saludó, con familiaridad pero sin una sola sonrisa. Aquellas personas le correspondieron con un murmullo apagado. El hombre taciturno le ayudó a subir la persiana del bajo, descubriendo una puerta y una luna completamente cubierta por un estor que no dejaba ver qué había en su interior, ni siquiera cuando Borja entró y encendió la luz. Tampoco había ningún cartel ni símbolo que ayudara a identificar la naturaleza del local.

El joven permaneció unos minutos en el interior y después salió de nuevo y formuló una serie de instrucciones en voz baja. Todos asintieron, extraordinariamente serios y respetuosos, y rehicieron la cola, dejando pasar delante a los ancianos y a la mujer con el bebé. Borja volvió a entrar en el local, y el primero de la cola entró tras él. Se trataba de un anciano que caminaba a pasos muy cortos, encorvándose sobre su bastón.

Los tres amigos esperaron un rato. Octavio se envolvió más en su cazadora. Echó un vistazo a Pat y vio que también temblaba de frío, pero era demasiado orgullosa como para reconocerlo.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Dani.

Pat oteaba desde detrás de la esquina.

—¿Qué hará allá dentro? —se preguntó.

—No debe de ser una habitación muy grande —dedujo Octavio—, porque, si no, no haría que la gente esperase en la calle.

—A lo mejor es así de cruel —aventuró Pat, maliciosa.

—¿Y si nos acercamos y preguntamos qué es lo que pasa ahí dentro? —propuso Dani.

Pat y Octavio lo miraron, indecisos.

—Oh, vamos, si son casi todo viejecitas —hizo notar el chico—. No serán muy peligrosas, ¿no?

Pat se encogió de hombros y echó a andar hacia el local. Dani la siguió, y Octavio no tuvo más remedio que ir tras ellos.

Cuando casi alcanzaban la cola, la puerta se abrió y el anciano que había entrado antes salió por ella. Dani y Pat se apartaron instintivamente del haz de luz que iluminó la oscura calle y miraron hacia otro lado para que, en el caso de que Borja saliese tras el anciano, no los reconociese. Octavio, por su parte, nunca había tenido muchos reflejos. Se quedó parado junto a la puerta, que, por suerte para él, se cerró inmediatamente después de que saliese el viejo. Por eso, Octavio fue el único en percatarse de un curioso detalle.

El hombre ya no andaba encorvado, sino recto como un poste, y sus pasos eran seguros y regulares. Parecía incluso como si le estorbara el bastón.

El niño pensó que tal vez había imaginado que aquel anciano tenía problemas para andar, o quizá era otra persona que había entrado después sin que ellos se dieran cuenta. Pero entonces recordó la cicatriz inexistente de Pat, y se estremeció.

La siguiente persona de la cola, una señora muy mayor que caminaba ayudada por una mujer más joven, tal vez su hija, entró en el local. En esta ocasión, Octavio se apartó a un lado y se reunió con sus compañeros. Los tres niños esperaron un par de minutos, hasta asegurarse de que la puerta no volvía a abrirse, para acercarse más a la cola.

—Habla tú, Octavio —le dijo Dani, dándole un codazo—, que lo haces muy bien.

—¿Yo? ¿Y qué les digo?

—Pues pregúntales qué hacen aquí, atontado —lo riñó Pat.

Octavio estuvo a punto de decirle que lo preguntara ella, pero recordó, muy oportunamente, que Pat no era mucho más sutil que Dani en eso de las relaciones públicas, de manera que optó por hacer lo que le decían sus compañeros.

—Disculpe —le dijo a una anciana que esperaba pacientemente su turno en la cola; ella se volvió hacia él y lo miró con desconfianza—. Pasábamos por aquí y nos preguntábamos… para qué es esta cola.

De pronto, varios pares de ojos de volvieron hacia ellos. Octavio detectó en los rostros de aquellas personas el mismo recelo de su interlocutora, pero también… ¿miedo?

—No os importa —replicó bruscamente la mujer del bebé.

—Largaos de aquí con viento fresco —ladró el hombre hosco, enseñando los dientes.

Octavio abrió la boca para replicar, pero no fue capaz de decir nada.

—Vámonos, Octavio —intervino Dani—. Está claro que nos hemos equivocado de sitio. ¿Ves como no tenías razón? Aquí no vive ningún curandero milagroso.

Octavio lo miró, atónito, pero entonces comprendió que Dani había tenido una de sus intuiciones, y decidió seguirle la corriente.

—No… no lo entiendo —dijo, sin mucho convencimiento—. Me… me dijeron…

—Pues ya ves, te tomaron el pelo. Ustedes disculpen —les dijo a las personas de la cola—, es que mi amigo es un pardillo, ¿saben? Se cree cualquier cosa que le cuenten.

Octavio abrió la boca, indignado, pero no dijo nada, porque había detectado, igual que Dani y Pat, un cambio de actitud en aquella gente. Ahora los miraban con una mezcla de indecisión y curiosidad.

Y entonces, para desconcierto de Octavio, Pat se echó a llorar escandalosamente.

—No es justo… no es justo… —hipó—. Soy demasiado joven…

Dani la rodeó con un brazo, intentando consolarla.

—No te preocupes, Pat. Los médicos no siempre aciertan… puede que no tengan razón esta vez, y haya esperanza para ti…

Por fin, Octavio comprendió que aquellos dos estaban llevando a cabo una admirable pantomima. Quiso poner su granito de arena.

—Eh… yo… lo siento… —tanteó—. No quería darte falsas esperanzas.

Pat lloriqueó todavía más fuerte. Dani dirigió una mirada compungida a las personas de la cola.

—Lo siento —dijo, y trató de llevarse a Pat lejos de allí.

No había dado dos pasos, cuando una voz los detuvo.

—Esperad.

Se volvieron. La mujer del bebé se acercó a ellos, muy nerviosa. Envuelto en sus mantas, su hijo lloraba débilmente.

—¿Qué le pasa a la niña? —le preguntó a Dani, sin mirar a Pat, que seguía sollozando, con la cara hundida en su hombro.

—Es una enfermedad rarísima —le confió Dani, bajando la voz—. Nadie sabe muy bien cómo se coge, porque no es contagiosa, ni nada… pero ataca primero a los nervios, hasta que poco a poco va paralizando los músculos y llega al corazón. Nadie sobrevive.

Los hombros de Pat se convulsionaron de nuevo, pero Octavio habría jurado que esta ocasión se trataba de una risa ahogada.

—Pobre chiquilla —murmuró la mujer, compadecida; señaló con la cabeza a la puerta cerrada—. Podéis poneros a la cola. A lo mejor el doctor puede ayudarla.

—Gracias —respondió Dani con un fervor casi exagerado.

Regresaron juntos a la cola. Octavio vaciló antes de preguntar:

—¿Qué le pasa al bebé?

—No es nada —dijo la mujer—, sólo una diarrea… pero el pobre lo está pasando fatal.

Hubo un breve silencio.

—¿Es verdad que puede curar cualquier cosa? —preguntó entonces Dani, en voz baja.

—Cualquier cosa, no —dijo la mujer, rápidamente—. Cualquier cosa, no —repitió, bajando la voz—. La mano de la vida no lo cura todo. A veces… —vaciló, pero no terminó la frase.

Dani iba a volver a preguntar, pero debían ponerse al final de la cola, y eso fue lo que hicieron.

En los momentos siguientes entraron y salieron varias personas. La anciana que había entrado en segundo lugar volvió a salir, y Octavio la vio igual de encorvada y vacilante que antes. A su lado, su hija tenía los ojos llenos de lágrimas.

—A esa no la ha curado —susurró Dani a sus compañeros—. ¿Por qué?

—A lo mejor no tenía dinero para pagar —opinó Pat en el mismo tono.

—¿De verdad crees que es tan malvado?

—¿Qué pasa? Si vas a un bar y no tienes dinero, por mucha hambre que tengas no te dan de comer. Pues esto es lo mismo.

—Eh, un momento —cortó Octavio—. ¿De verdad creéis que Borja está aquí para curar a la gente?

—Seguro, tío —replicó Dani, tajante—. Míralos a todos —añadió en un susurro—, están fastidiados. Han venido a ver a un médico.

Octavio reconoció que tenía razón. Hasta el hombre de las cejas pobladas, que parecía estar sano, tosía a menudo, y era una tos que no sonaba nada bien.

—Pero Borja no es médico, ¿o sí?

—Pues claro que no —intervino Pat—, eso es que tiene una clínica clandestina, ¿no lo veis? Si se enterase la poli, lo meterían en chirona.

—Pero no tenemos pruebas, Pat.

—Tú observa y ya verás —dijo Dani, muy convencido.

Esperaron en la cola un rato más. Fueron entrando y saliendo distintas personas. La mayoría tenían un aspecto mejor al salir. Otros, no. Un par de ancianos salieron de allí con la mirada vidriosa, pálidos como la cera y serios, muy serios.

La mujer del bebé entró poco después. Apenas diez minutos después volvía a salir, con una amplia sonrisa. Su hijo ya no lloraba; dormía plácidamente en sus brazos.

—Mucha suerte —le dijo a Pat, muy seria, antes de despedirse.

Ella se quedó sorprendida un momento, hasta que recordó que le había dicho que padecía una enfermedad incurable. Por suerte, la mujer no se atrevía a mirarla a la cara, así que no notó su momento de desconcierto.

Se acercaban peligrosamente a la puerta y Octavio llamó a sus compañeros para volver a conferenciar en voz baja:

—¿Pensáis entrar ahí?

—Claro que no —se asustó Pat.

—Pues casi nos toca a nosotros.

Pat miró con horror a la puerta del local, y después se volvió hacia sus amigos, indecisa. No podían marcharse en aquel momento; la gente sospecharía.

—Se me ha ocurrido que podemos esperar hasta el final —dijo Octavio—. Somos los últimos. Cuando entre el que va delante de nosotros, y nos quedemos solos, nos largamos antes de que salga.

Sus compañeros se mostraron de acuerdo.

Esperaron un rato más, cada vez más nerviosos, y echando frecuentes vistazos a la puerta. Estaban ya demasiado cerca y, si a Borja se le ocurría asomarse, los vería sin remedio.

Pero Borja no salió del local para nada.

Por fin, el último paciente cruzó la puerta, y los tres se quedaron solos en el callejón.

—Ahora o nunca —dijo Dani—, antes de que salga.

Se alejaron a paso rápido del local. Pero, cuando estaban a punto de alcanzar la esquina, la puerta se abrió bruscamente, mucho antes de lo que habían calculado, y el hombre adusto salió como una tromba.

Los tres se quedaron quietos, sin atreverse casi a respirar, poniendo cara de culpables. El hombre fue directo hacia ellos. Octavio se estrujó el cerebro frenéticamente, buscando una excusa que explicase su súbita “deserción”, pero cuando el hombre llegó junto a él, comprendió que aquello era totalmente insignificante.

El hombre sólo le dirigió una breve mirada, por debajo de sus pobladas cejas, pero apenas se percató de que Octavio estaba allí. El niño retrocedió, asustado. Bajo la luz de la farola pudo ver perfectamente que su rostro, pálido y sudoroso, parecía una máscara de terror, y se sintió violentamente golpeado por el pensamiento obsesivo que golpeaba como una maza la mente de aquel hombre:

“NO ES VERDAD… NO PUEDE SER VERDAD… NO QUIERO MORIR… NOQUIEROMORIRNOQUIEROMORIRNOQUIEROMORIR…”

Octavio gritó, llevándose las manos a la cabeza. El hombre pasó de largo, casi sin verlo, y se precipitó en los brazos de la oscuridad. Octavio cayó al suelo, aún sujetándose la cabeza, sollozando.

Dani y Pat, aturdidos, lo arrastraron hasta una calle lateral, justo antes de que la puerta del local se abriera y Borja se asomara al exterior, buscando el origen del grito.

Se ocultaron los tres en un portal, temblando, confusos y asustados, mientras Octavio, hecho un ovillo, gimoteaba, tratando de sacarse de la cabeza aquel horrible pensamiento:

NOQUIEROMORIRNOQUIEROMORIRNOQUIEROMORIRNOQUIEROMORIRNOQUIEROMORIRNOQUIEROMORIRNOQUIEROMORIRNOQUIEROMORIRNOQUIEROMORIRNOQUIERO…

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