Ficha de la obra
Título: Octavio y el hijo de la sombra.
Escrito: En 2003
Publicado: No.
Comentarios: Esta es la primera entrega de lo que iba a ser una nueva saga. Escribí el primer libro y lo envié a la editorial SM junto con la primera parte de Memorias de Idhún. Les gustó mucho más Idhún, de modo que ese fue el proyecto en el que me centré. Me tuvo ocupada durante los años siguientes, y cuando lo acabé tenía otras muchas historias en la cabeza. Así que este libro se quedó en un cajón porque, aunque la trama de este primer libro está cerrada, tiene un final abierto porque hay una historia general que debía desarrollarse en entregas posteriores. Otra curiosidad: con 21 años escribí una novela titulada Los hijos del sol negro, que era otra versión de la historia de Octavio, y que tampoco llegó a publicarse. Ahí sí que estaba toda la trama desarrollada, pero muy mal desarrollada, para ser sincera :D. Me gusta más el enfoque de Octavio y el hijo de la sombra, aunque no llegara a continuar la saga.
Capítulo 2: Dani
Los días siguientes transcurrieron sin novedad. A María Dolores, “el Ogro”, no le hizo gracia ver que Octavio y Pat habían intercambiado sus sitios, de manera que obligó a la rebelde chiquilla a trasladar sus cosas de vuelta a la primera fila.
Pero Pat no se rindió. En cuanto acababa la clase de lengua volvía a echar a Octavio del pupitre junto a la ventana. Era un poco complicado, porque a veces el profesor de la siguiente hora llegaba casi enseguida y no les daba tiempo a cambiar de sitio. Pero, si eso ocurría, Pat se encargaba de mirar a Octavio amenazadoramente un par de veces a lo largo de la clase, como para recordarle que estaba sentado en un asiento que no le correspondía.
Los dos compañeros de pupitre de Octavio tampoco facilitaban las cosas. El chico de la primera fila seguía ignorándolo, y la niña de pelo rizado de la cuarta lo trataba con abierto desdén. Se llamaba Silvia, y, como Octavio había supuesto, era una de las mejores amigas de Pat. Cómo una niña mona y pija como Silvia había llegado a ser amiga de la bruta de Pat era un misterio que, sin embargo, Octavio no estaba interesado en resolver.
Se dedicó a ser invisible la mayor parte del tiempo. Al principio, María Dolores, “el Ogro”, lo vigilaba estrechamente, pero no tardó en olvidarse de él, entre otras cosas porque la terrible Pat no le había perdonado lo del primer día y molestaba todo lo que podía.
Nadie más se atrevía a plantarle cara al Ogro, y tal vez por eso toda la clase miraba a Pat con simpatía y admiración. Y, como era cada vez más evidente que Pat no soportaba a Octavio, todos empezaron a hacerle el vacío casi sin darse cuenta.
A él no le importaba. Estaba acostumbrado a estar solo. Años atrás sí se había esforzado en hacer amigos, pero pronto había comprendido que no valía la pena cuando uno vivía con alguien tan imprevisible como el padre de Octavio. Todos los amigos que pudiera hacer los perdería en cuanto su padre decidiese trasladarse otra vez de ciudad. Tal vez cruzarían un par de cartas, pero terminarían por perder el contacto de todos modos, así que… ¿para qué molestarse?
Con todo, una cosa era que a uno lo ignorasen como a un mueble, y otra muy distinta era que lo tratasen con desprecio, y tener que soportar miradas hostiles y los comentarios sarcásticos de Pat, que se metía con él siempre que podía.
Una vez, al salir de la clase, pasó junto a él y lo empujó. Cuando Octavio cayó al suelo, todos los niños se rieron.
Ninguno lo ayudó a levantarse. Todos recordaban muy bien que aquél había sido el rastrero que le había puesto la zancadilla a la valiente Pat delante del Ogro.
Un día, Octavio se hartó de la situación y estalló.
Fue después de la clase de lengua. En cuanto el Ogro salió por la puerta, Pat se plantó ante Octavio con sus libros a cuestas, exigiendo la devolución de su pupitre.
El niño le dirigió una breve mirada.
—¿Qué quieres? —le preguntó, aunque lo sabía perfectamente.
—Que te quites de ahí —replicó ella de mal talante— y te vayas a tu sitio.
—Este es mi sitio —respondió Octavio con calma—. Yo fui el primero en sentarme aquí el primer día de clase y te lo he dejado porque soy generoso, pero ya me he cansado de andar arriba y abajo con los libros. O sea que se te acabó el chollo: de aquí ya no voy a moverme.
Pat lo miró como si no pudiera creer lo que estaba oyendo.
—¿¡Qué!? Es mi sitio, pedazo de besugo, y soy yo la que te lo presta en las clases de lengua. Además, tú tienes la culpa de que el Ogro me obligue a sentarme en primera fila.
—Tú me acusaste de haber chocado contigo a propósito. Tú te lo has buscado.
—¿Habéis oído? —Pat dio una mirada circular para asegurarse de que tenía la atención de los niños y niñas más cercanos—. ¡Vaya con la mosquita muerta! ¡Me monta una bulla con el Ogro, me quita el sitio y luego va y me dice que ha sido culpa mía!
Octavio iba a replicar, cuando una voz se le adelantó.
—Es que fue culpa tuya.
Pat se volvió, sorprendida.
También Octavio se dio la vuelta para ver quién había acudido tan inesperadamente en su ayuda.
Era un niño alto, flacucho y desgarbado. Las greñas de cabello oscuro casi le tapaban los ojos, pero estaba claro que miraba a Pat fijamente, muy serio. Vestía unos pantalones oscuros demasiado grandes para él y una camiseta negra con el dibujo de un alien. Estaba sentado sobre una mesa, con la espalda apoyada en el cristal de la ventana, y llevaba puestos los cascos de un walkman que escupía música heavy.
Octavio lo reconoció. Era el chico que lo había mirado de aquella forma tan rara el primer día de clase, cuando Pat había caído al suelo ante él.
—¿Y a ti quién te ha dado vela en este entierro? —le espetó Pat.
El otro se quitó los cascos con parsimonia, se apartó el pelo de la frente y la miró a los ojos. Era una mirada intensa y penetrante, y Pat pareció indecisa un momento. Pero entonces se dio cuenta de que no había desafío en sus ojos, sino más bien indiferencia: a aquel niño le importaba un bledo lo que ella pudiera hacer o decir, y eso no le gustó.
—Vi perfectamente cómo “tropezabas” —dijo él, pronunciando la palabra con retintín—. Octavio no te tocó. Te caíste tú sola y luego le echaste las culpas a él. Lo hiciste a propósito, ¿verdad? Pues eso estuvo muy mal por tu parte, ¿sabes?
Pat se puso roja de indignación.
—¡Eso es mentira! —chilló—. ¡Me puso la zancadilla!
—Delante de mis narices. Y lo vi perfectamente: Octavio no te tocó.
Pat abrió la boca, pero no supo qué decir. Octavio sabía que los dos tenían algo de razón. Él no había tocado a Pat. Pero la había hecho caer. De alguna manera.
—No deberías meterte donde no te llaman —le espetó Pat al otro chico, de mal talante.
Pero hasta ella se dio cuenta de que algunos niños empezaban a mirarla de otra manera.
El chico sonrió y bajo de la mesa de un salto. Sin decir nada, se alejó de vuelta a su pupitre junto a la puerta.
Los otros niños se dieron cuenta entonces de que el profesor acababa de llegar. De mala gana, Pat volvió a la primera fila.
Sin saber todavía si debía alegrarse o preocuparse por la inesperada ayuda ofrecida por su compañero de clase, del que ni siquiera sabía el nombre todavía, Octavio se sentó y sacó el libro de matemáticas.
En el recreo fue a sentarse a su rincón de siempre, con un libro y su bocadillo. No le importaba estar solo. Estaba acostumbrado.
Levantó la cabeza cuando una sombra larga le tapó la luz.
Era el niño alto de las greñas.
—Hola —dijo—. Me llamo Dani.
—Yo soy Octavio —respondió Octavio con cautela.
—Ya lo sé —repuso Dani, y se sentó desenvueltamente junto a él.
Por un momento no dijo nada. Octavio no sabía si decirle algo o volver a su libro.
—Deberías tener más cuidado —dijo entonces Dani.
—¿Con qué?
Dani se volvió para mirarlo fijamente.
—Vi lo que pasó —dijo en voz baja—. Es verdad que no tocaste a la burra de Pat, pero ella no se cayó sola.
Octavio sintió que lo inundaba el pánico.
—No entiendo qué quieres decir.
—Sí que lo entiendes. La miraste de una forma muy rara y ella tropezó con algo que no estaba allí. No creo que ella sea tan buena actriz. Se hizo daño de verdad.
—¿Quieres decir que la hice caer sólo con mirarla? Eso es una estupidez. Nadie puede hacer eso.
Dani movió la cabeza.
—Te equivocas. Hay gente que puede hacer eso y mucho más. He leído historias de personas que curan con las manos enfermedades que los médicos no saben curar. Otros pueden hacer que se muevan los objetos o adivinar el futuro o hablar con fantasmas, o comunicarse con los animales, o saber lo que está pensando la gente.
—¿Y tú te crees todas esas cosas?
—Claro, tío. ¿Tú no?
—No.
Dani se echó a reír.
—Me estás tomando el pelo.
Octavio se removió, incómodo.
—Oye, estas cosas no pasan de verdad —dijo, evitando mirarlo a los ojos—. No existen los fantasmas ni gente con poderes, ni…
—No me lo puedo creer —cortó Dani—. ¿Me estás diciendo que eso que hiciste con Pat el otro día no lo habías hecho nunca antes?
Octavio vaciló.
—¿Nunca te han pasado cosas raras? —insistió Dani.
—Algunas veces —reconoció Octavio de mala gana—, pero son sólo casualidades.
—No me lo puedo creer —repitió Dani—. ¡Llevo toda la vida deseando que me pase algo paranormal y resulta que a ti te pasa y no te lo crees! ¡Es completamente injusto!
—Oye, baja la voz —suplicó Octavio al ver que algunos chicos mayores se volvían hacia ellos.
—Fantasmas, ovnis, hadas, brujas, fenómenos paranormales —siguió diciendo Dani, entusiasmado—. ¿No crees en nada de eso?
—Claro que no.
—Pues yo siempre he sabido que existen —declaró Dani, rotundo—. Y que en el mundo hay muchas más cosas de las que vemos. Pero nunca he podido comprobarlo por mí mismo. ¡Y tú tienes poderes y pasas del tema! No me lo puedo creer.
—Oye, no tan deprisa, yo no tengo poderes —replicó Octavio, molesto—. No me viste hacer nada raro el otro día. Una niña tropezó y se cayó, y punto. ¿Qué hay de raro en eso?
Dani le dirigió una mirada de reproche.
—Vale, está bien, fue un poco raro —reconoció Octavio a regañadientes—. Pero te equivocas conmigo, yo no tengo poderes ni nada parecido. Las cosas raras pasan sin que yo me dé cuenta, y cuando intento que pasen a propósito, no me salen. Así que sólo pueden ser casualidades.
—¿Te han pasado más cosas raras? —quiso saber Dani, interesado.
Octavio dudó, pero finalmente respondió:
—Pues… a veces adivino cosas que van a pasar, antes de que pasen.
—¿Premoniciones?
—Supongo que sí, no sé. Lo que pasa es que nunca son cosas importantes. Por ejemplo, algo me dice que va a pasar un dálmata por la calle, y enseguida pasa. O que va a llamar al timbre la vecina de abajo… y llama. O que a mi padre se le va a caer el vaso de agua… y se le cae. Pero nunca he podido adivinar nada realmente importante y, cuando lo intento, no lo consigo.
—Continúa —pidió Dani, cada vez más interesado.
—A veces sé lo que va a decir la gente antes de que hable. O lo que piensan.
—¿De verdad? ¿Puedes decirme lo que estoy pensado ahora?
Octavio lo miró a los ojos y frunció el ceñó, concentrándose.
—No —dijo finalmente—. ¿Ves lo que te digo? No puedo hacerlo a propósito. Simplemente ocurre de vez en cuando.
—¿Y qué le hiciste a Pat?
—No lo sé. Creo que tiene que ver con mover las cosas sin tocarlas.
—¿Telequinesis? —Dani lo miró, francamente sorprendido.
—No sé si se llama así. Aunque creo que lo que le hice a Pat no fue moverla, sino lo contrario, detener su movimiento de golpe.
Hizo una pausa y continuó, en voz más baja:
—A veces he intentado mover cosas con sólo desearlo, pero no me sale. Sólo lo he conseguido dos o tres veces, cuando no me he parado a pensar. Como lo de Pat —añadió tras una breve vacilación—. Mira, si ahora miro a alguien y pienso “Ojalá tropieces”, no se va a caer. Pero en aquel momento no lo pensé, sólo lo sentí. Quise de verdad que se cayera y se hiciera daño… y pasó.
—Entonces yo tenía razón —dijo Dani en voz baja—. Es verdad que la hiciste tropezar.
—Si lo sabías, ¿por qué has salido a defenderme esta mañana?
—Pues porque Pat me cae mal.
Los dos se echaron a reír. Octavio se sentía mucho mejor.
—¿Y no sabes de dónde vienen tus poderes? —preguntó Dani.
Octavio frunció el ceño al oírle decir “tus poderes”, pero respondió:
—Ni idea. ¿Se supone que tienen que venir de algún sitio?
—Pues claro, hombre, esto no pasa por casualidad. En los cómics, los superhéroes tienen poderes por culpa de algún accidente por…
—Eh, eh, un momento. Yo no soy un… un superhéroe, o lo que sea.
—Pero tienes superpoderes. Vamos, tío, no me mires así. Haces cosas que nadie más puede hacer. ¿Ha sido así siempre?
—No, me pasa sólo desde hace uno o dos años. Pero no recuerdo ningún “accidente” que cambiara las cosas.
—Entonces, a lo mejor es de nacimiento —reflexionó Dani— y ha tardado en manifestarse. ¡A lo mejor es heredado! ¿Tus padres…?
—No —cortó Octavio—. Mi padre no sabe nada de todo esto, y nunca lo he visto hacer estas cosas. Y mi madre… bueno, murió nada más nacer yo.
—Lo siento —dijo Dani.
—No pasa nada. No la conocí, así que en realidad no puedo echarla de menos. Pero si ella hubiese tenido algún tipo de… poder, como tú lo llamas, supongo que mi padre me lo habría contado.
“O al menos me habría tomado en serio cuando traté de contárselo”, pensó, pero no lo dijo en voz alta.
—¡Hey! ¡Ya lo tengo! —exclamó Dani—. ¡Seguro que eres un mutante! ¡Como los X-Men!
—¿¡Qué!? —saltó Octavio—. ¡Basta ya! Te estás pasando de la raya, ¿vale? Yo sólo quiero ser un tipo normal. Sin… poderes ni historias. Estoy harto de que me miren como a un bicho raro por algo que probablemente no sean más que estúpidas casualidades.
—¿Eso crees? ¿Que son casualidades?
—¿Qué otra cosa, si no? —Octavio cerró de golpe su libro y se levantó de un salto—. No conseguirás convencerme de que…
—¡Cuidado! —gritó alguien.
Octavio se volvió justo para ver el balón de fútbol que volaba disparado hacia su cara. Sólo tuvo tiempo de cerrar los ojos instintivamente…
El balón se estrelló con violencia contra la pared, junto a él.
Octavio abrió los ojos. Hacia él venía corriendo un chico mayor, de tercero o cuarto probablemente.
—Chaval, ¿estás bien?
Octavio asintió.
—No me ha dado…
—Tío, lo siento. Me salió el tiro desviado.
—No pasa nada.
El otro se fue con su balón, y Octavio se dispuso a marcharse de nuevo hacia clase. Se quedó mirando a Dani, que se había puesto pálido.
—¿Y a ti, qué te pasa?
—Octavio, lo has hecho, lo he visto todo —susurró su amigo—. Ese balón iba directo a tu cara y se ha desviado de pronto sin que nadie lo tocara.
Octavio se encogió de hombros. Pero Dani lo agarró por el brazo y no lo dejó marchar.
—¿Vas a decirme que eso ha sido también una casualidad? Los otros no lo han visto porque estaban lejos, pero yo…
Se calló al ver la expresión de Octavio. El chico estaba blanco como la cera y parecía muy asustado.
—Ya lo sé, ¿vale? —casi gritó—. ¿Es que no puedes entenderlo? Habría preferido que ese balón me pegara en toda la cara antes que hacer otra “cosa rara” que no soy capaz de controlar. Prefiero mil veces ser un niño normal. ¿Qué pasaría si todos se enteraran, eh? ¿Con qué cara me mirarían? Y lo peor de todo es que no sé por qué me pasa todo esto, ni por qué soy así.
Se calló al darse cuenta de que había levantado la voz. Temblando, dio la espalda a Dani. Agarraba el libro con tanta fuerza que tenía blancos los nudillos. Parpadeó para no llorar.
Dani lo cogió por el hombro.
—Espera. Lo siento.
Octavio se volvió hacia él y vio que hablaba en serio.
—No lo había visto así —reconoció Dani—. Te ayudaré a averiguar por qué te pasan esas cosas, y a controlarlas. Si quieres.
—¿Y cómo vas a hacer eso?
—No lo sé, pero ya se me ocurrirá algo. Soy un chico de recursos.
Entonces sonó el timbre, y ya no siguieron hablando. Cuando Octavio entró en el aula, estaba todavía pálido y tembloroso, pero nadie lo notó, porque, para la mayoría de los niños de 1º F, Octavio no era importante. Silvia lo ignoró como sólo ella sabía hacerlo, y hasta Pat parecía haberse olvidado de él y del pupitre de la cuarta fila que le había ganado aquella mañana, porque se reía ruidosamente de un chiste que le acababan de contar.
Pero Dani saludó a Octavio desde su mesa junto a la puerta, y el chico descubrió que, a pesar de que su nuevo amigo estaba un poco chiflado, no dejaba de ser un nuevo amigo.