Ficha de la obra
Título: Octavio y el hijo de la sombra.
Escrito: En 2003
Publicado: No.
Comentarios: Esta es la primera entrega de lo que iba a ser una nueva saga. Escribí el primer libro y lo envié a la editorial SM junto con la primera parte de Memorias de Idhún. Les gustó mucho más Idhún, de modo que ese fue el proyecto en el que me centré. Me tuvo ocupada durante los años siguientes, y cuando lo acabé tenía otras muchas historias en la cabeza. Así que este libro se quedó en un cajón porque, aunque la trama de este primer libro está cerrada, tiene un final abierto porque hay una historia general que debía desarrollarse en entregas posteriores. Otra curiosidad: con 21 años escribí una novela titulada Los hijos del sol negro, que era otra versión de la historia de Octavio, y que tampoco llegó a publicarse. Ahí sí que estaba toda la trama desarrollada, pero muy mal desarrollada, para ser sincera :D. Me gusta más el enfoque de Octavio y el hijo de la sombra, aunque no llegara a continuar la saga.
Capítulo 1: Primer día
El coche se detuvo suavemente. Octavio sabía lo que sucedería a continuación. Lo había vivido ya varias veces y debería haber estado acostumbrado pero, por alguna razón, no lo estaba. Y sospechaba que nunca lo estaría.
Su padre lo miró. Octavio no hizo ningún gesto. Siguió allí sentado, aún con el cinturón puesto, mirando a través de la ventanilla la enorme mole del instituto que se alzaba en la otra acera.
—¿Preparado para tu primer día?
Octavio reprimió una mueca. Su padre siempre decía lo mismo. Siempre con aquella exagerada alegría, como si cambiar de colegio cada año fuese una gran aventura y no una angustiosa prueba de fuego.
Octavio siempre fingía estar contento y respondía “Sí” con una sonrisa forzada.
Pero el enorme edificio que lo esperaba al otro lado de la calle ya no era un pequeño colegio de pueblo, sino un gran instituto de ciudad. Octavio contempló por un momento la multitud de estudiantes, chicos y chicas, que entraban a través del portón abierto como una marea ruidosa y multicolor. Sintió que se le encogía el estómago.
—No, papá —confesó en voz baja—. No estoy preparado.
—Tonterías, claro que lo estás. Mira a esos pipiolos: deben de ser todos de primero, igual que tú. Seréis todos nuevos este año.
Pero Octavio tenía la espantosa sensación de que todos los “pipiolos” estaban juntos, en grupos o por parejas. Todos se conocían ya, tal vez del barrio, o tal vez habían coincidido el año anterior en el colegio. Suspiró.
—Ánimo, campeón. Tú eres experto en empezar de cero, ¿no?
Octavio lo miró de hito en hito, preguntándose si bromeaba. Si era así, desde luego la cosa no tenía gracia.
Pero los francos ojos azules de su padre hablaban en serio.
Octavio suspiró de nuevo. Su padre era alto, atlético y de piel bronceada por el sol. Era de carácter alegre, sincero y abierto, y caía bien a todo el mundo.
Comparándose con él, Octavio no tenía más remedio que suponer que había salido a su madre. Y sólo podía suponerlo a través de las fotografías que conservaba de ella, puesto que había fallecido doce años atrás.
—Seguro que les caes bien —insistió su padre.
—No voy a caerles bien. Y, de todas formas, ¿para qué intentarlo? Dentro de nada nos volveremos a marchar. A la otra punta del mundo, como siempre. Cuanto más lejos mejor, ¿no?
Su padre lo miró, dolido.
—Eso ya lo hemos hablado. Te dije que esta vez sería diferente. Que hemos venido a quedarnos.
Octavio no contestó. Su padre estaba cargado de buenas intenciones, pero, sencillamente, no soportaba estar atado a ningún lugar. Era un espíritu libre, como quien dice, y su profesión tampoco es que le hubiera ayudado demasiado a echar raíces. Trabajaba como fotógrafo free-lance y solía vender sus reportajes fotográficos a revistas del estilo del National Geographic. Siempre trataba de establecerse en algún lugar concreto, por el bien de su hijo, pero en el momento menos pensado podían cruzársele los cables y decidir que era un buen momento para fotografiar los tulipanes en Holanda, las pirámides de Egipto o las rutas perdidas de los mayas.
Tal vez a cualquier otra persona le habría parecido emocionante, pero Octavio era un chico tranquilo que solo quería que lo dejasen en paz, y estaba harto de ir dando tumbos de un lado para otro. Además de que, en realidad, él sólo conocía aquellos lugares por las fotografías de su padre, puesto que la mayoría de las veces él no lo llevaba consigo a sus expediciones, sino que lo dejaba en la casa que hubieran alquilado, preferentemente cerca del colegio, para que pudiese ir y volver solo.
Eso sí, el primer día de clase siempre lo acompañaba hasta la puerta del colegio. En coche.
Octavio se desabrochó el cinturón de seguridad y cogió su mochila.
—Octavio, mírame. —Él lo hizo de mala gana—. Hemos venido a quedarnos. Este es nuestro país, quiero que nos establezcamos aquí. No nos marcharemos. Te lo prometo.
—¿En serio? —dijo Octavio suavemente—. Entonces, ¿por qué no has comprado el piso? ¿Por qué vivimos alquilados… otra vez?
El padre suspiró y se aferró con fuerza al volante.
—Tú dame tiempo —murmuró, y sonrió—. Ánimo. Verás como no es tan duro.
“No, claro”, pensó Octavio. “Para ti nunca lo es. Cuando te canses de este sitio haremos las maletas. Ni siquiera me consultarás”.
Pero no lo dijo en voz alta. Asintió, con una sonrisa forzada, saltó del coche y cerró la puerta.
Aún tuvo que volverse y saludar, ya ante el portón del instituto, antes de que su padre arrancara de nuevo el coche, aquel aparatoso 4 x 4, y ambos se perdieran al doblar la esquina.
Se paró de nuevo nada más cruzar la puerta, y volvió a contemplar el edificio. Y la angustia regresó.
Había algo que no le había contado a su padre y que le preocupaba seriamente, cada vez más.
En realidad sí había tratado de decírselo, pero él no lo había tomado en serio. Tal vez pensó que era un juego, o una broma, o que tenía demasiada imaginación.
Octavio apretó los dientes. Él no tenía imaginación. Le gustaba leer y estudiar, pero era perfectamente capaz de quedarse media hora quieto delante de una hoja de papel en blanco en la que tuviera que plasmar un dibujo o una redacción. Hasta los tests psicológicos, que le daban una altísima puntuación en lógica, memoria y razonamiento, reconocían que la creatividad no era lo suyo. Si su padre se hubiera tomado la molestia de tratar de conocerlo mejor, se habría dado cuenta de que él no podía haberse inventado aquellas historias sobre las cosas extrañas que sucedían a su alrededor. Pero, se dijo Octavio apesadumbrado, su padre no se interesaba por nada que no estuviese mirando a través del objetivo.
No, estaba solo en aquel aspecto.
“Como es un instituto tan grande”, pensó, esperanzado, mientras cruzaba el patio, “con un poco de suerte nadie se fijará en mí, aunque haga algo extraño”.
Pensó, con inquietud, que aquellas “cosas raras” eran cada vez más frecuentes y difíciles de controlar. Y deseó que a final de curso no estuviese rogando por que su padre decidiese hacer las maletas y marcharse muy lejos, a un lugar donde nadie los conociese y Octavio pudiese empezar desde cero… otra vez.
El timbre resonó por todo el instituto, chirriante y desagradable. Octavio apresuró el paso, pero justo entonces se dio cuenta de que había olvidado la chaqueta en el coche.
Se dio la vuelta bruscamente, sin pararse a pensar que ya no iba a alcanzar el coche de su padre… y entró en colisión con una figura alta y esbelta que llegaba corriendo como una bala.
El choque fue muy aparatoso. Los dos cayeron al suelo, y los libros y el estuche que el otro llevaba bajo el brazo cayeron al suelo estrepitosamente. El estuche se abrió de golpe y salpicó las baldosas de bolígrafos de todos los colores.
—Lo… siento —trató de decir Octavio, sacudiendo la cabeza para despejarse.
—¡¡Serás imbécil!! —le soltó el otro chico sin contemplaciones—. ¡Mira lo que has hecho!
—Ya he dicho que lo siento —replicó Octavio, molesto.
Su interlocutor era más alto que él, pero no mucho mayor. Tenía el pelo oscuro, unos ojos verdes que chispeaban de furia y la cara llena de pecas. De la mochila semiabierta asomaba un balón de baloncesto.
—Ayúdame a recoger esto —gruñó el chico, y Octavio obedeció como un autómata y empezó a recoger los bolígrafos.
Se quedó con uno en la mano. Era violeta, con tinta de purpurina y dibujos del gatito de Hello Kitty. Iba a preguntarle al chico si era suyo, cuando se dio cuenta de su error.
La persona con la que había chocado no era un chico, sino una chica. Más alta que él y con más mala leche, pero una niña al fin y al cabo. Llevaba el pelo corto y vestía un chándal y zapatillas deportivas, pero se adornaba con diversas pulseras y un colgante en forma de corazón, y sus rasgos eran más finos que los de un chico.
—Deja de mirarme así, estúpido, y dame eso —La terrible chica le quitó sin contemplaciones el bolígrafo de Hello Kitty—. Mira qué desastre, se ha reventado el tippex.
—Lo siento —repitió Octavio por tercera vez.
Ella le disparó una mirada desdeñosa y entró en el edificio sin mirar atrás.
Octavio la siguió.
Los pasillos del instituto estaban vacíos, y Octavio se dio cuenta, con horror, de que ya hacía un buen rato que había sonado el timbre. Buscó frenéticamente a alguien que pudiera indicarle dónde estaba la clase de 1º F.
—Nuevo, ¿eh? —dijo el conserje, tras una mirada evaluadora—. Las clases de primero están arriba.
Le dio una serie de indicaciones bastante complicadas, que Octavio procuró memorizar.
Nunca había estudiado en un centro tan grande. Se preguntó si llegaría a acostumbrarse.
Llegó sin aliento al pasillo de primero y por poco volvió a chocar con la niña del pelo corto, que se había detenido ante una puerta, indecisa, sin saber todavía si iba a entrar o no.
Los dos se miraron con sorpresa y cierto desagrado.
—¿Qué haces tú aquí?
—Busco 1º F —respondió Octavio, molesto.
Ella puso los ojos en blanco y señaló con un gesto el cartel que había junto a la puerta: 1º de ESO F.
—Oh, no —se le escapó a Octavio, al comprender que estaban en la misma clase.
La niña le dirigió una mirada desdeñosa y al fin se decidió a abrir la puerta, como si quisiera demostrarle lo valiente que era. Octavio la siguió sin comentarios. No veía nada de particular en entrar diez minutos tarde el primer día de clase, sobre todo siendo nuevo. No tenía por qué saberse de memoria el plano del instituto, era perfectamente normal que se hubiese despistado.
Enseguida se dio cuenta de su error.
Toda la clase se volvió para mirarlos. La chica mantuvo la cabeza alta, desafiante, pero Octavio miró hacia cualquier otra parte, deseando que se lo tragase la tierra.
También la profesora los miraba fijamente. Octavio se dio cuenta de que todos sus futuros compañeros estaban en un silencio absoluto, como intimidados, y no lo consideró una buena señal.
—Vaya, vaya —dijo la profesora—. Una parejita que llega tarde.
La chica del pelo corto se envaró, ofendida. Un niño se rió. Pero la profesora lo calló con una sola mirada.
—Perdón —dijo Octavio—. Es que soy nuevo.
—Esto es una clase de primero —replicó la profesora, ceñuda—. Todos sois nuevos. ¿Veis a alguien más, aparte de vosotros, que no esté ya sentado en su sitio y con el libro abierto?
Octavio no contestó.
—Te he hecho una pregunta. Mírame.
Octavio alzó la cabeza, de mala gana. La terrible profesora lo miraba con tal severidad que no invitaba precisamente a tomarse confianzas con ella.
—No —respondió Octavio, en voz baja.
—¿No, qué?
—No hay nadie más que haya llegado tarde.
—¿Podemos sentarnos ya? —preguntó la niña del pelo corto.
—Por supuesto que no. A ver, nombres. Tú —señaló a Octavio.
—Octavio Villalba.
La profesora asintió enérgicamente y apuntó algo en su libreta de notas.
—Y tú debes de ser —añadió, mirando a la chica por encima de las gafas— Patricia Escudero, ¿no? ¿Eres hermana de Cristina Escudero?
Ella asintió.
—Pues espero, señorita Patricia, que seas menos cabezahueca que ella, aunque veo que no empiezas con buen pie.
Patricia le lanzó una mirada enfurecida.
—Mi hermana no es una cabezahueca, es muy lista —replicó—. Y no me llamo Patricia. No me gusta ese nombre. Todos me llaman Pat.
—Muy bien, Patricia —contestó la profesora, con frialdad—. De modo que eres engreída e impertinente, además de impuntual. Toda una joya, vaya.
—Si he llegado tarde no ha sido culpa mía —se defendió Pat—. Este niño ha chocado contra mí y me ha hecho caer. Estoy segura de que lo ha hecho a propósito: castíguele a él.
Octavio la miró sin poder creer lo que estaba escuchando.
—No quiero oír una palabra más. Patricia Escudero, ya puedes sentarte.
Sólo había dos sitios libres, uno en la primera fila y otro en la cuarta. Pat se dirigió a este último, no sin antes lanzarle a Octavio una sonrisa de triunfo. El chico sintió que hervía de ira.
“Yo no he tropezado contigo a propósito”, pensó, furioso. “Pero ojalá lo hubiera hecho,. Ojalá tropezaras otra vez, ahora mismo”.
Y Pat tropezó.
Justo cuando pasaba ante Octavio, y sin que éste la tocara, la niña dio un traspié como si, efectivamente, hubiese topado con algo, y cayó al suelo cuan larga era, con un grito de sorpresa.
Toda la clase se rió esta vez. Pat se volvió, furiosa, hacia Octavio:
—¡Has sido tú! ¡Me has puesto la zancadilla!
—¡Yo no he sido! —se defendió Octavio.
Pero sabía que no era cierto. No había hecho tropezar a Pat físicamente, eso era verdad, pero ella no se había caído por casualidad, Octavio era terriblemente consciente de ello. No era la primera vez que hacía algo así. Mover objetos sin tocarlos, adivinar lo que iba a decir la gente antes de que hablara, incluso adivinar algo que iba a pasar antes de que sucediera… eran algunas de las cosas que hacía de vez en cuando, sin saber cómo ni por qué, que le ocurrían en los momentos más inesperados y que no sabía cómo controlar.
“Quizá habría sido mejor decir que le he puesto la zancadilla”, pensó Octavio.
Miró a su alrededor, nervioso, rogando por que nadie se hubiese dado cuenta de que Pat había tropezado con la nada. Sus ojos se toparon con la mirada de un chico que estaba sentado junto a la puerta. Llevaba el pelo largo, y las greñas del flequillo le tapaban un poco los ojos, pero Octavio captó perfectamente la mirada pensativa que le dirigió.
Pat ya se había levantado y, tras mirar de nuevo a Octavio, furiosa, se dirigía al asiento de la cuarta fila.
—Ahí no —la detuvo la profesora—. Aquí delante. Que te vea bien.
Pat lanzó una mirada horrorizada a la mesa de la primera fila, pero llevó sus cosas allí, sin rechistar, y se sentó, visiblemente molesta.
La profesora seguía mirándola.
—Y, por supuesto, estás castigada —añadió—. Quiero para mañana todos los ejercicios del tema uno.
—¡Pero…! —empezó Pat.
—¿Es que no ha quedado claro? Los ejercicios del tema uno. Y ay de ti como no los traigas hechos.
Octavio seguía en la puerta, y la profesora se dio cuenta.
—Y tú, ¿qué haces ahí de pie como un pasmarote? Ya puedes sentarte.
Octavio no hizo ningún comentario. Con la cabeza baja, fue a sentarse en el pupitre de la cuarta fila, al lado de una niña de pelo rizado que le miró con odio.
—Eres un imbécil —le soltó de buenas a primeras.
Octavio se quedó de piedra, pero casi enseguida comprendió lo que estaba pasando. Había estado en demasiados colegios en su vida como para no comprender cómo funcionaban las cosas. En el fondo, en todos sitios era igual.
Obviamente aquel asiento, en la cuarta fila y junto a la ventana, no había quedado libre por casualidad. Seguramente la niña del pelo rizado era amiga de la terrible Pat y se lo había estado reservando. Octavio forzó una sonrisa de disculpa y sacó el libro de lengua, tratando de pasar inadvertido, como intentaba hacer siempre.
Estaba claro que esta vez no lo había conseguido.
El resto de la clase transcurrió sin incidentes, dentro de la más absoluta disciplina. Octavio se enteró más tarde de que la profesora se llamaba María Dolores, pero a nadie se le habría ocurrido llamarla Lola ni nada más corto que su nombre completo. Por los comentarios que escuchó en el cambio de clase, supo que tenía fama de ser muy dura, hasta el punto de que la mayoría de los que entraban nuevos ya habían oído hablar de ella y del mote por el que la conocía casi todo el instituto: “El Ogro”.
Nadie habló a Octavio durante el cambio de clase, a excepción de Pat, que fue a echarlo, con malos humos, de su asiento en la cuarta fila.
—Largo de aquí —dijo.
—¿Por qué? —se rebeló Octavio.
—Porque este sitio es mío.
—Pues cuando volvamos a tener lengua te las vas a cargar.
—Me da igual. No todos los profesores son el Ogro, así que no tengo por qué estar siempre en primera fila.
Octavio miró a su alrededor, pero nadie parecía dispuesto a apoyarle. Su compañera de pupitre zanjó la cuestión:
—Yo ya le había guardado este sitio a Pat, o sea, que ella está antes que tú —declaró, muy digna.
—Ya lo has oído, mocoso —le soltó Pat—. Ahueca el ala y deja que me siente ahí.
Octavio se sintió furioso y humillado. Si Pat se hubiese dirigido a él de manera más amable, no habría dudado en cambiarle el sitio. En realidad no le importaba estar en primera fila. Era tan silencioso que los profesores tendían a olvidar que estaba allí, de manera que todo el mundo lo ignoraba, no importaba dónde se sentase.
Pero no, Pat tenía que seguir siendo impertinente y desagradable, y tratarlo como a un niño pequeño. Y en realidad, aunque ella era más alta, los dos tenían una edad similar.
Sin embargo, estaba claro que Pat tenía a la clase de su parte, y Octavio decidió por fin que no valía la pena discutir por algo así. De modo que recogió sus cosas y se sentó en primera fila, junto a un niño que parecía muy concentrado en dibujar garabatos en su agenda escolar y que no lo miró ni una sola vez, por si acaso.
En el recreo, Octavio se sentó a comer su bocadillo en una esquina del patio, solo. No lejos de allí, Pat jugaba a baloncesto con chicos mayores que ella, sin cortarse un pelo, como si fuera una más.
Octavio se quedó mirándola, sospechando que sus enfrentamientos sólo acababan de empezar. Y deseó que su padre decidiese marcharse pronto… porque si tenía que pasar un curso entero en aquel lugar, desde luego que iba a ser un curso muy, muy largo…